El Bambuco

El Bambuco
José María Samper

Más que la expresión del genio de los compositores, la música es la poética y perdurable manifestación del genio de los pueblos. Si hombres poderosamente inspi­rados, como Beethoven, Bellini y Meyerbeer, han derramado toda su alma en sus admirables sinfonías, su genio ha muerto con ellos, por mucho que sus imi­tadores hayan procurado mantener la tradición del arte, formando generación de poetas de la melodía.

No así las creaciones de estos artistas de innumerables genios reunidos, que llamamos pueblos: su lira de mil cabezas nunca está colgada; su musa jamás calla ni se agota, y sus composiciones viven con todos los siglos. Su arpa es transmitida de mano en mano, al través de todas las edades; ayer la pulsó David; hoy, el trovador caballero; mañana será el humilde labriego. Esa arpa sonará siempre, porque tal instrumento, de millares de cuerdas, es la Naturaleza; su ritmo está en el cora­zón eternamente joven y amante; su arco mágico es el soplo de Dios; el viento del progreso le da sus misterio­sas vibraciones, que la humanidad vive escuchando, y el divino instrumento no descansa, porque el primero que llega o pasa, artista anónimo, recoge sobre las playas del mar de la esperanza el arpa que un hermano acaba de soltar de sus manos heladas por la muerte. La infinita herencia se transmite así de generación en generación, y el alma de cada trovador solitario se refunde en el alma del artista-pueblo.

Los pueblos tienen de ordinario sus himnos nacio­nales, que son evocaciones de sus sacrificios y sus glorias. No hay, inglés, por ejemplo, que no se mues­tre lleno de orgullo al oír las solemnes entonaciones de su “God save the Queen”; ni francés que no pal­pite de entusiasmo al escuchar su arrebatadora “Mar­sellesa”; ni español que no se estremezca de placer cuando percibe las enérgicas notas del himno del Riego. Pero si estas bellas creaciones manifiestan la índole de Inglaterra, Francia y España como nacio­nes, porque interpretan la veneración de la primera por la monarquía, la pasión de la segunda por la gloria militar, y el vehemente patriotismo de la ter­cera, Colombia tiene otro linaje de manifestaciones: nación humilde y nueva, pobre y desvalida, ya que carece de un himno que halague su orgullo nacional, se embelesa con otro, obra del pueblo, que traduce enérgicamente su sentimiento patrio y sus instintos democráticos; este himno es el bambuco.
Nada más nacional y patriótico que esta melodía que tiene por autores a todos los colombianos: ella vibra como el eco de millones de acentos, se queja con todas las quejas y ríe con todas las risas de la Patria. Es la evocación de nuestras noches de luna y nuestros días de felicidad; es el compañero que ameniza nuestras bodas populares, que alegra las ceremonias sentimen­tales con que mantenemos las tradiciones de los Reyes Magos y San Juan Bautista, de la Navidad, de la Resu­rrección y de toda la inefable historia de Jesús: es el recuerdo de las travesuras de la niñez, de los amores de la primera juventud, de las vacaciones del estudiante, de las corridas de toros y de gallos, de las labores del rústico labriego, de las siestas del vaquero de nuestras llanuras, dormidas a la sombra de las palmeras y los caracolíes, de las alegres faenas nocturnas, del trapi­che y del caney, de las noches del balsero, pasadas en las playas del Cauca o del Alto Magdalena: es la can­ción de las canciones, que nos recuerda la pesquería, la herranza, la rocería de una hacienda, la quema del potrero, la tranquila soledad de una estancia, o las horas pasadas en algún campestre caserío.

¡Y qué mucho que así sea, si el bambuco es el alma de nuestro pueblo hecha melodía! Ningún himno nacional de cuantos conozco tiene, como el bambuco, la singularidad de expresar al mismo tiempo la melan­colía y el gozo. Según sea el sentimiento que nos domine al escucharlo, el bambuco nos hace llorar o saltar de alegría; y en sus variadas entonaciones, llenas de cadenciosa dulzura, encontramos siempre algo que armoniza con nuestra situación. En su delicioso ritmo, tan presto gime la plañidera torcaz de las llanuras, como silba el toche enamorado, que salta inquieto sobre el ramaje de los ciruelos, o trina el primoroso cucarachero mil travesuras de artista juvenil.
¿Por qué tiene el bambuco tan excepcional variedad de entonación? Sin duda es porque se compone de los suspiros y las risas de innumerables trovadores. Tal es su variedad, que Diego Fallón (el más espiritual de nuestros artistas, el que más ha empapado su alma de la poesía popular de Colombia, el hombre que ha turpializado la música), conoce y puede silbar, tocar y cantar cincuenta y dos bambucos diferentes, y sin embargo no conoce todos los que ha producido la musa popular. Cada uno de ellos en una graciosa varia­ción del gran tema; y el tema perdurable es el amor, misterio de toda la vida.
Cada enamorado ha traído su contingente de pasión a la obra común y secular del bambuco: un grito de alegría o un lamento, una sonrisa o una lágrima, una felicidad o un infortunio. El bambuco se ha formado como nuestros riachuelos: vienen recibiendo en cada margen la quebradita azulosa que nace en las profun­das concavidades de la montaña: el arroyuelo que ha jugado con todas las yerbas y flores del ameno valle­cito; la cascadita que se descuelga en hilos, cual cabe­llera de diamantes, del peñasco abrupto: el manantial que gota a gota se desliza de la barranca pedregosa, o el arroyo frío que baja perfumado por el tomillo de los páramos. Así como cada vertiente ha traído al riachuelo sus ondas o sus gotas cristalinas, sus doradas arenas, sus caprichosas piedrecillas de mil colores, sus graciosos helechos y sus algas irisadas, que son los encajes tejidos por las misteriosas ondinas de los bos­ques, así el bambuco trae en su riquísimo caudal de poesía las riquezas del enamorado que suspira, las alegrías del que espera, las ansias del que anhela, las inquietudes del que teme, y las congojas del que llora o ha perdido su última esperanza.

¡Oh, sí! El bambuco es más que la inspiración, es más que el alma, es la vida misma de nuestro pueblo. En ese himno de todos los amores ha puesto el cachaco artista su entusiasmo juvenil y su espiritualismo; el artesano, su afición al placer y su indolente confianza en la vida; el campesino, sus candorosas aspiraciones; el navegante balsero, su familiaridad con el peligro; el toreador, su petulante gallardía; el muletero, su epigra­mática malicia y algo de su brutalidad; todos, su sentimiento y sus ensueños.

Y no sólo ha dado cada corazón su contingencia de vida y amor al himno tradicional y progresivo del bambuco, sino que cada raza, cada variedad mestiza, cada grupo de nuestras diversas poblaciones le ha dado la clave de su índole particular, de su genio local o de sus tradiciones. Así el bambuco que toca, rima y canta, el llanero de nuestras pampas del Oriente, es hermano del “galerón “; es un bambuco hiperbólico, batallador, audaz, libre y amplio como los vientos del desierto; es un bambuco que hace ver o recordar el cielo sin nubes, los grandes ríos, los pajonales sin término, los bosques de palmeras, el hato de novillos feroces, el caballo, la silla de montar, el sable, la lanza, la querida, el tigre, la lucha; el desprecio por la muerte, la grandeza de la soledad y de las pasiones primitivas. El bambuco del tolimense, el hijo de Gigante o de Ibagué, es dulce y sentimental, amoroso, galante, negligente y cadencioso, como la amable y hospitalaria población de las llanuras del Alto Magdalena; es el bambuco de la labranza del cacao y del caney, del tabacal, del hato civilizado y de los alegres amores del San Juan y de los Aguinaldos.

En Antioquia, su ritmo y entonación son diferentes: su ritmo tiene no sé qué de judaico y positivo; su entonación es rápida y sacudida como el andar del negociante; sus variaciones ricas y tentadoras como los veneros a cuya vista se inspiran los compositores. En Bogotá y los pueblos circunvecinos, tiene algo de civilizado y cortesano, cierto refinamiento artístico, cierta coquetería de entonación: menos originalidad y más talento de composición y, ejecución que en otras partes, que parecen hacerlo casi impropio para la soltura y libertad del tiple y exigir la habilidad instru­mental del tocador de bandola. Cuando el artista bogotano deleita con sus bambucos, se echa de ver que el cachaco ha puesto la mano en la composición; se siente en sus notas complicadas y magistrales que han nacido en algún retrete abrigado más bien que el rayo de la luna; se percibe algo que se aproxima al baile de gran tono más que al fandango popular.

Por último, los bambucos del Cauca tienen también su índole particular. Bien que, por desgracia, no conozco de cerca aquel paraíso donde los hombres se han acordado demasiado de Caín, he oído tocar bambucos originarios de Popayán y Cali, Palmira y Cartago que, a pesar de sus diferencias rítmicas, tiene de común cierto vigor de estilo que le es característico. El ritmo de esos bambucos es acaso el más variado y onomatópico de cuantos se conocen en Colombia. Se echa de ver en ellos que en el Valle del Cauca el artista es espontáneo, y libre en sus concepciones; el tiple y la bandola son compañeros del mulato, y sueltan sus melodías bajo un cielo admirable y en un país de pro­digiosa fecundidad y hermosura. En esos bambucos se siente el gemido del negro, antes esclavo, y el ruido de su cadena, en el trapiche; se percibe el genio imitativo del mulato, emancipado desde su juventud; se oye el grito provocador del artesano democrático; se adivina la inspiración de todo un pueblo de poetas, cuyas composiciones son amores ardientes, dramas y novelas terribles, odios que incendian y consumen, antagonis­mos implacables, luchas sangrientas, actos de asom­broso heroísmo, locuras de ambición desenfrenada, esperanzas vehementes, aspiraciones generosas, y esfuerzos de patriotismo admirablemente varoniles. Todos los himnos nacionales tienen alguna significa­ción patriótica pero exclusiva; pero no así el bambuco. Siendo éste obra de todos los colombianos, en vez de ser la unidad musical de Colombia es su variedad; pero una variedad llena de armonía: es la invocación del arte bajo sus más halagüeñas formas: es el himno del amor con todas sus manifestaciones: es al mismo tiempo música, poesía, canto y baile, resumen de todas las alegrías de la juventud: es la obra múltiple del indio nativo y puro, del negro originario del Congo, del mulato americano, del patriota llanero, del mes­tizo de nuestros valles, y del cachaco elegante, descendiente del español conquistador.

El bambuco es de todos y para todos, verdadero símbolo de nuestra democracia sentimental y turbulenta: siendo su música tan variada, no hay trovador popular que no se inspire y entusiasme con él: lo mismo sirve para el majestuoso piano que para la diminuta bandola, el violín o la flauta, y así para la guitarra, modesta compañera de las tertulias íntimas, como para el ruidoso clarinete. Ni lo desdeña la elegante señorita que reina como can­tatriz en un salón, ni lo abandona en sus noches de cansancio el pobre muletero.

Como poesía rimada, le ofrecen su contingente de redondillas y seguidillas tanto el poeta literato de nuestras ciudades como el poeta popular, improvisa­dor de coplas de corrillo; y lo mismo le viene la redon­dilla magistral que el romance, la rima sentimental que la burlesca. Si el poeta obedece a la inspiración exclusiva de su sentimiento, compone para el bam­buco tiernos trozos de seguidillas por el estilo de éste:

Dicen que no se siente
La despedida;
Dile al que te lo dijo
Que se despida...

Si está de humor satírico, busca en su eterno tormen­to, la mujer, el objeto de alguna pulla como ésta:

Papeles son papeles,
Cartas son cartas;
Palabras de mujeres
Todas son falsas.

Si compone con humor festivo, dirá:

Si quieres, morena mía,
Que mi amor no te haga mal,
Cierra los ojos, diciendo:
Lo que fuere sonará.

Como canto, el bambuco no admite diferencias de sexo, edad ni condición: todos lo cantan con igual delicia; y es tan sabroso en la mitad de una plaza, en noche de fiestas, como en un fandango, tan grato entre los tertulios de un salón, como en la algazara de un paseo campestre o en la enramada de un trapiche. Y aún puede decirse que el canto duplica las deliciosas melodías del bambuco; pues si su música sola es gene­ralmente más alegre que triste, el canto le añade cierta melancolía que aumenta su expresión sentimental. Esto es más notable cuando la voz que canta es feme­nina; y la razón es sencilla: el órgano de la mujer es más sensible y delicado que el del hombre, porque su corazón es más amante; en realidad, una mujer que ama es un bambuco viviente, porque el bambuco es todo amor; diferenciándose también en esto, del hombre, que es un torbellino.

El bambuco en su plena acción, es decir, cantando y bailando, es admirable; es el baile rimado y cantado, la música bailada, el canto puesto en el cuerpo, en los pies, el ritmo hecho movimiento humano, la poesía animando con la rima el diapasón, la música hacién­dose redondilla, seguidilla o romance; y todo junto, música, versos, canto y baile, formando la armonía del amor que se abrasa en su propia llama, de la alegría que embriaga, de la felicidad que contagia, del entu­siasmo que enloquece, del corazón que se convierte en himno...

¡Cosa interesante que hace la gloria del bambuco! Todo entre nosotros es violento y precario: sólo el bambuco es suave y durable; es la verdadera sinfonía de la Patria y la única poesía constante de nuestra historia. Desde 1808 era el himno del pueblo, y Colombia no existía ni en la imaginación de los patrio­tas. Se hizo la gran revolución, se batalló sin tregua y con honor y de en medio de un reguero de mártires ensangrentados se alzó Colombia coronada de gloria... Y tras los mártires y próceres sucumbió después la grande heroína, que se había sentado a la vista del mundo, entre dos océanos; y nuestra vida ha sido un torbellino en que todo ha ido naciendo y pereciendo aprisa: sabios, patricios, héroes, poetas, literatos, ora­dores, libertades, fe, ideas, principios, fraternidad y unidad política y social! ... ¡Todo ha sufrido vicisi­tudes, todo ha claudicado más o menos! ... ¿Pero no se ha salvado algo del naufragio popular? ¡Ah, sí!, queda una gran cosa que las guerras civiles no pueden pervertir ni las dictaduras corromper, que vive con toda la energía del amor y la esperanza; y esta cosa es el alma del pueblo, el bambuco.

¡Oh, sí!, el bambuco es la brisa que gemía en el empa­rrado de nuestra casa paterna; es el arroyo que mur­muraba en el jardín de la hacienda, o de la granja; es la misa de Navidad que nos encantaba cuando éramos niños; es el regazo de nuestra madre que nos abriga cuando en las noches de luna, a la sombra de los naranjos, nos contaban historias misteriosas; es el primer beso que nos dieron cuando, empezando a ser jóvenes, sentimos la divina curiosidad del amor; es el canto del ave que sorprendíamos en su nido, al amanecer; es el relincho del caballo que nos llevaba a galope a través del valle donde nacimos; es la voz del muletero que nos acompañó en el primer viaje que hicimos; es el rumor del riachuelo entre cuyas ondas retozábamos en nuestra infancia; es el grito que nos arrancó la vista del primer toro en las primeras fiestas; es la inquietud del primer baile a que concurrimos cuando éramos adolescentes; es la imagen del limpio y azul cielo que nos vio nacer; es la copa del árbol frutal donde nos mecíamos atrapando los pocos sazonados frutos; es el primer amor que nos hizo estremecer de gozoso temor; es el inocente llanto que nos arrancó el primer dolor de nuestro corazón!...
¡El bambuco! ¡Palabra mágica! ¿Quién no siente profunda emoción al escucharla o pronunciarla. Por mí sé decir que esta sola palabra me hace recordar el mayor número de mis alegrías de otro tiempo. ¡Qué tiempo aquel., ¡ay!, eras tú, mi querida juventud!. . . Tú también te vas; también me abandonas, y mueres como todo lo que antes fue vida, grandeza y gloria; ¿también eras ya una ruina, una hermosura que fue? ... ¡Ay!, ¡si yo pudiera ser siempre tu alegre músico, tu poeta, tu cantor! ¡Si tú fueras mi dulce y eterno bambuco, el bambuco de mi vida! ...

Publicado en 1868, Tomo I, número 2, de “El Hogar”. José María Samper, (Honda, 1828 - Anapoima, 1888). Humanista, literato, periodista y político tolimense.